Tras cuatro meses de asalto a Gaza, el ejército israelí ha obligado a más de un millón de refugiados a refugiarse al borde de la frontera egipcia y ahora los bombardea mientras amenaza con organizar un asalto terrestre contra ellos. En el siguiente texto, Jonathan Pollak, participante desde hace mucho tiempo en Anarquistas contra el Muro y otros esfuerzos de solidaridad anticolonial, explica por qué no debemos esperar que las instituciones internacionales o los movimientos de protesta de la sociedad israelí pongan fin al genocidio de Gaza y hace un llamamiento a la gente corriente para que pase a la acción.
Una versión más corta de este texto fue rechazada por la plataforma liberal israelí Haaretz, un indicio de la disminución del espacio para la disidencia en Palestina y dentro de la sociedad israelí.
El discurso de los derechos humanos no ha logrado detener el genocidio en Gaza
Llevamos ya más de 120 días de un ataque israelí sin precedentes contra Gaza. Sus terribles repercusiones y nuestra incapacidad para ponerle fin deberían obligarnos a reevaluar nuestra perspectiva sobre el poder, nuestra forma de entenderlo y, lo que es más importante, lo que tenemos que hacer para combatirlo.
En medio de la sangre derramada, los interminables días de muerte y destrucción, la insoportable escasez, el hambre, la sed y la desesperación, las incesantes noches de fuego y azufre y fósforo blanco lloviendo indiscriminadamente del cielo, debemos enfrentarnos a la cruda realidad y remodelar nuestras estrategias.
Las víctimas mortales registradas oficialmente -además de las muchas personas palestinas que permanecen sepultadas bajo los escombros y que aún no figuran en el recuento oficial- suponen ya la aniquilación de casi el 1,5% de toda la vida humana en la Franja de Gaza. A medida que Israel intensifica sus ataques contra Rafah, parece que no hay final a la vista. Pronto se habrá extinguido la vida de uno de cada cincuenta habitantes de Gaza.
El ejército israelí está infligiendo un número sin precedentes de sufrimiento y muerte a los 2,3 millones de habitantes de Gaza, superando cualquier cosa jamás presenciada en Palestina -o en cualquier otro lugar- durante el siglo XXI. Sin embargo, estas asombrosas cifras no han penetrado en las gruesas capas de disociación y desconexión que caracterizan a la sociedad israelí y a los aliados occidentales de Israel. En todo caso, la reducción de esta tragedia a estadísticas parece dificultar más que mejorar nuestra comprensión. Presenta un todo que oscurece lo específico: las cifras ocultan la personalidad de los innumerables individuos que han sufrido muertes dolorosas y particulares.
Al mismo tiempo, la insondable magnitud de la masacre de Gaza hace imposible comprenderla a través de las historias de las víctimas individuales. Periodistas, barrenderos, poetas, amas de casa, trabajadores de la construcción, madres, médicos y niños, una multitud demasiado vasta para ser narrada. Nos quedan figuras anónimas sin rostro. Entre ellos hay más de 12.000 niños. Probablemente muchos más.
Por favor, hagan una pausa y digan esto en voz alta, palabra por palabra: más de doce mil niños y niñas. Asesinadas. ¿Hay alguna forma de que podamos asimilarlo y superar el ámbito de las estadísticas para comprender la horrible realidad?
Las frías y contundentes cifras también ocultan cientos de familias aniquiladas, muchas de ellas completamente borradas -a veces tres, incluso cuatro generaciones, borradas de la faz de la tierra.
Estas cifras eclipsan a las más de 67.000 personas que han resultado heridas, miles de las cuales quedarán paralizadas para el resto de sus vidas. El sistema médico de Gaza ha sido destruido casi por completo; se están llevando a cabo amputaciones vitales sin anestesia. El grado de destrucción de las infraestructuras en Gaza supera al de los bombardeos de Dresde al final de la Segunda Guerra Mundial. Casi dos millones de personas -aproximadamente el 85% de la población de la Franja de Gaza- se han visto desplazadas, con sus vidas destrozadas por los bombardeos israelíes mientras se refugian en el sur de la Franja, peligrosamente superpoblada, que el gobierno israelí declaró falsamente “segura”, pero que sigue bombardeando con cientos de bombas de 2000 libras. El hambre en Gaza, creado por la política estatal israelí incluso antes de la guerra, es tan grave que equivale a una hambruna. En su desesperación, la gente ha recurrido a comer forraje, pero ahora incluso eso se está acabando.
Hace aproximadamente un mes, un conocido mío que huyó a Rafah desde la ciudad de Gaza después de que bombardearan su casa allí me dijo que él y su familia ya se habían visto obligados a trasladarse de un refugio temporal a otro seis veces diferentes en sus intentos de escapar de las bombas. Desesperado, me dijo: “No hay comida, ni agua, ni un lugar donde dormir. Estamos constantemente sedientos, hambrientos y mojados. Ya he tenido que sacar a mis hijos de debajo de los escombros dos veces: una en Gaza y otra aquí en Rafah”.
Estos ríos de sangre deben romper los muros de nuestra apatía. Ojalá el tiempo se detuviera lo suficiente para que todos pudiéramos procesar nuestro dolor. Pero no lo hará. Sigue pasando mientras caen más bombas sobre Gaza.
Décadas de injusticia han allanado el camino para esto. Han pasado 75 años desde la Nakba, 75 años de colonialismo israelí, y sus defensores siguen negando los hechos. Incluso después de que la Corte Internacional de Justicia (CIJ) afirmara que hay motivos para temer que se esté cometiendo un genocidio en Gaza, Estados Unidos y muchos de los demás aliados occidentales de Israel han guardado silencio.
El primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, calificó la mera disposición del tribunal a debatir el caso de “una vergüenza que no se borrará en generaciones”. Efectivamente, la sentencia es una vergüenza. A pesar de que todo quedó a la vista, el tribunal no ordenó a Israel que cesara el fuego. Es una vergüenza para el propio tribunal y para la idea misma de que el derecho internacional debe proteger las vidas y los derechos de las personas que son aplastadas por la fuerza militar de las naciones.
Se dirá sin duda que el derecho, por naturaleza, es meticuloso y que considera el bosque no como un todo sino como árboles individuales. A eso debemos responder que la realidad, los hechos, el sentido común deben estar por encima de la ley, no por debajo de ella. Israel dedica considerables recursos a un legalismo del campo de batalla, destinado a dar cobertura a sus actos asesinos. Este enfoque consiste en trocear la realidad en finas lonchas de observaciones y acciones independientes aprobadas legalmente. En el bloque X había un objetivo militar, lo que justifica la muerte de más de dos docenas de civiles no implicados; el bloque Y era el hogar de un bombero empleado por Hamás, lo que legitima, según el principio de proporcionalidad, la decisión de aniquilar a tres familias vecinas. Pero esta práctica no puede convertir el agua genocida en vino legítimo. Se trata de una luz de gas legal que desmenuza la realidad para ocultar un patrón de asesinato masivo indiscriminado.
Si la matanza del 1,5% de la población en cuatro meses no es genocidio; si los actos de Israel no se consideran lo suficientemente graves como para que un tribunal ordene el cese inmediato de la matanza, ni siquiera a la luz de la incitación abierta al exterminio de los palestinos por parte de destacados políticos israelíes y miembros de la prensa, por no mencionar al presidente y al primer ministro de Israel; cuando se acepta la falta de castigo por tales incitaciones y tales actos en lugar de calificarlos de genocidio en los términos más sencillos, entonces las palabras que utilizamos para describir la realidad han perdido todo su significado y necesitamos urgentemente un nuevo lenguaje que vaya más allá de los confines de la jerga jurídica.
Dejar el cuchillo del carnicero en la mano del carnicero -dejar a Israel sin trabas ni obstáculos- significa permitir que continúe la matanza en Gaza. Este es el fracaso absoluto y continuo del derecho internacional y de las instituciones encargadas de mantenerlo.
Este fracaso traspasa la responsabilidad de forzar el fin de la catástrofe en curso, para que recaiga sobre los hombros de la sociedad civil. Esto debería obligarnos a superar los vacíos paradigmas liberales de los derechos humanos, que han sustituido a la liberación como discurso dominante en la política de izquierdas.
El camino a seguir
El discurso de los derechos humanos que ha secuestrado a la izquierda política en las últimas décadas nos ha alejado de un marco de liberación y acción eficaz. Ahora está claro que debemos desviarnos del pensamiento liberal para restablecer estrategias que desarmen y deconstruyan el poder. La complicidad moral con los crímenes de Israel que representa la negativa de la CIJ a ordenar un alto el fuego inmediato nos obliga a ello. Ofrece un argumento convincente de que todos debemos romper con el actual sistema fracasado.
Por otra parte, la realidad no esperará a que resolvamos las cosas. No podemos simplemente tomarnos nuestro tiempo y esperar a pasar a la acción hasta que hayamos desarrollado y popularizado nuevas narrativas y marcos conceptuales. Tenemos que utilizar todos los medios a nuestro alcance para actuar ahora mismo.
¿Nos ofrece la CIJ alguna herramienta que podamos utilizar? la CIJ está considerada la más alta instancia del derecho internacional. Aunque no dispone de mecanismos de aplicación independientes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, sus sentencias y jurisprudencia se consideran la base de la jurisprudencia del derecho internacional, y a menudo se incorporan a las sentencias de los tribunales nacionales sobre estos asuntos. A pesar de haber ordenado muy pocas medidas contra Israel o el genocidio en curso que se está llevando a cabo, el tribunal sí determinó que hay motivos considerables para creer que se está produciendo un genocidio.
Dado que el tribunal no adoptó ninguna medida real contra Israel, debería ser evidente que la responsabilidad de actuar recae sobre nosotras y nuestros movimientos. Afortunadamente, la sentencia también podría darnos algunas herramientas para utilizar aquí y ahora mientras desarrollamos nuevos marcos de liberación. Un ejemplo de ello es una reciente demanda ante un tribunal federal de California que pretendía ordenar a la administración estadounidense que pusiera fin al apoyo militar a Israel. El caso fue desestimado alegando que la política exterior estadounidense está fuera de la jurisdicción del tribunal, pero éste determinó que es plausible que Israel esté cometiendo genocidio en Gaza basándose en la sentencia de la CIJ.
El argumento jurídico de que los gobiernos deben abstenerse de complicidad en el genocidio no carece de fundamento en la legislación estadounidense, así como en muchos otros países. Un tribunal holandés ha ordenado recientemente al gobierno de los Países Bajos que detenga la entrega de piezas para los aviones de combate F-35 que Israel está utilizando para bombardear la Franja de Gaza. Ahora podría ser plausible obligar a más gobiernos a imponer embargos de armas, sanciones u otras medidas a través de los tribunales nacionales.
Sin embargo, tales estrategias nos siguen reduciendo a confiar en supuestos expertos; no nos ayudarán a construir movimientos. El genocidio no se detendrá desde dentro de la sociedad israelí. La presión para hacerlo debe venir de fuera. Ha llegado el momento de la acción directa y de los esfuerzos de abajo arriba, como los boicots impulsados por las comunidades a los productos israelíes, a los vendedores que comercian con ellos, a las exportaciones culturales y propagandísticas israelíes y a cualquier otra cosa que alimente el movimiento mundial de boicot, desinversión y sanciones. El bloqueo del puerto de Tacoma o las acciones de los trabajadores portuarios de todo el mundo que se niegan a cargar barcos y mercancías israelíes y a transportar armas a Israel son ejemplos de cómo podríamos avanzar, construyendo hacia un movimiento de base proactivo.
Debemos hacer todo lo que esté en nuestra mano para detener el genocidio que se está produciendo ahora, pero es importante que abordemos el hecho de hacerlo como un paso hacia la promoción de la liberación palestina y el desmantelamiento del colonialismo de los colonos israelíes. La descripción del pueblo palestino como poco más que víctimas a merced de la represión israelí es a veces bien intencionada, pero borra su personalidad y su capacidad de acción. Mientras nos esforzamos por poner fin a la maquinaria bélica de Israel, debemos articular que esto forma parte de la lucha para acabar con el colonialismo israelí, y centrar a los y las palestinas como protagonistas de esa historia.
Las raíces del problema
Desde antes de la creación del Estado israelí, Israel ha sido una sociedad racista y colonialista, basada en la idea de que los israelíes son fundamentalmente superiores a los palestinos. Esta es la corriente principal del pensamiento político israelí, tanto en su ala derecha como en la llamada izquierda. Este es el pensamiento que motivó la desposesión masiva de familias palestinas que precedió a la formación del Estado, la limpieza étnica de la Nakba en 1948, y diversas formas de apartheid y gobierno militar desde entonces. De hecho, sólo ha habido un año en la historia de Israel -1966- en el que no impusiera un régimen de dictadura militar sobre al menos parte de su población palestina.
Desde mucho antes del actual asalto a Gaza, la realidad cotidiana de la existencia palestina bajo el dominio israelí ha sido un terror continuo y permanente en medio de la violencia y la incertidumbre. Ser palestino significa pasar por un puesto de control sin saber si te sacarán y te detendrán; significa la violencia de las turbas de colonos; significa que te metan en la cárcel bajo detención administrativa, sin saber para qué ni durante cuánto tiempo; significa una redada militar en mitad de la noche. Son todas estas cosas y otras peores, día tras día, a lo largo de toda una vida, a lo largo de generaciones. Una de las muchas cosas que ocurrieron el 7 de octubre fue que, durante un breve periodo de tiempo, también los israelíes, como sociedad, experimentaron ese tipo de terror existencial, esa inquietante incertidumbre y falta de seguridad.
Los sucesos del 7 de octubre han tenido tal impacto en la sociedad israelí que, incluso hoy, la mayoría de la ciudadanía israelí sigue centrándose en sí misma como principal víctima de la narración. Uno de los efectos de esto es la obsesión israelí por contextualizar el genocidio de Gaza en relación con la violencia del 7 de octubre. Una queja común sobre la decisión de la CIJ entre los israelíes es que el tribunal no mencionó el 7 de octubre en su decisión (de hecho, sí lo mencionó). Al mismo tiempo, esta exigencia de contexto pretende suprimir el contexto más amplio. Muchas personas, incluso de la llamada izquierda, expresan su indignación cuando la situación actual se pone en el contexto de la Nakba, la ocupación de 1967 o el asedio en curso. Según esta lógica al revés, proporcionar ese contexto se percibe como un genocidio contra los israelíes.
El racismo israelí era frecuente antes, pero desde el 7 de octubre, el discurso genocida no disimulado y los llamamientos abiertos al genocidio real se han convertido en la norma. Dentro de la sociedad israelí no existe ningún movimiento realmente significativo contra el genocidio. Los movimientos de protesta que existen tienen un tamaño y una influencia insignificantes, o se dedican principalmente a exigir un acuerdo de intercambio de rehenes, o se centran en cuestiones internas israelíes, reminiscencias del movimiento pro-judicial de antes del 7 de octubre.
Los minúsculos islotes aislados de resistencia al asalto a Gaza y a los aspectos más generales del dominio israelí son tan pequeños que deben entenderse como un error de redondeo, no como una fuerza real. La idea de que existe un movimiento contra el colonialismo y por la liberación palestina dentro de la sociedad israelí es una ilusión. Para desempeñar un papel a la hora de labrar un camino hacia un futuro de verdadera libertad, quienes proceden de esta sociedad de colonos tendrán que rechazar de raíz el colonialismo israelí. Debemos tener en cuenta que, por mucho que queramos ser parte de la solución, también seguiremos siendo inherentemente parte del problema.
Al abordar el futuro posterior al genocidio, debemos preguntarnos cómo sobrevivirán las ideas igualitarias en una realidad asolada por la guerra, la muerte y la destrucción. No está claro cómo podemos prever y crear un futuro que pueda trascender el trauma del pasado reciente, sobre todo teniendo en cuenta que, aunque la ruina y la violencia podrían disminuir una vez que haya cesado el asalto, la represión israelí continuará.
Todavía no hay nada claro sobre el futuro posterior al genocidio, incluidos los giros que tomará el movimiento palestino de liberación. Eso sólo lo puede decidir los y las palestinas. Lo que es obvio -y debería haber estado claro mucho antes- es que quienes se oponen al colonialismo no deben regodearse en los privilegios que éste otorga. Los detalles exactos del camino hacia la liberación son inciertos, pero es innegable que quienes quieran contribuir a allanarlo sólo pueden desempeñar un papel en ello dentro del movimiento palestino. La responsabilidad de encontrar formas de hacerlo, de transgredir los límites de la identidad nacional forzada que existen precisamente para impedirlo, recae en quienes desean apoyar al pueblo palestino y romper los confines del colonialismo.